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#reseña: Los diez escalones

Creo que nunca abandoné Castamar. Ni sus salones, ni los parterres del jardín ni, por supuesto, sus cocinas. Tampoco a su cocinera. Pero es que Castamar se convirtió en ese refugio dentro del selecto grupo de espacios literarios como Vetusta o Macondo que emergen del papel y se convierten en elemento vehicular de las historias y las vidas. Y ahí me arremoliné yo.

Por eso, cuando tuve el conocimiento de la publicación de la segunda obra de Fernando J. Múñez, solo pude esbozar la mayor de las sonrisas. No hacía falta saber mucho de la trama, ni siquiera el título debía ser fundamental. Porque la mayor garantía de todas ellas era la cimentación de la misma. La gestación y el despliegue literario. El boceto de los escenarios, el cincelado de los personajes y las pinceladas gramaticales, semánticas y de progresión que le otorgaban ese empaque de obra de primera categoría. Porque la realidad es la que es. Existen muchos títulos y obras al servicio de los lectores —y aquí, evidentemente el gusto es muy amplio— pero luego existen una serie de pequeñas joyas literarias que no deben quedarse en la superficie de la trama. Son esas piezas que al rascar en ellas se descubren como tesoros escondidos. Principalmente por lo bien escritas que están y porque su concepción global excede el puro entretenimiento. La literatura como vida y la vida, como no puede ser de otra manera, como aprendizaje.


La novela de Los diez escalones se abrió ante mí como un nuevo ejercicio de comprensión y disfrute. Como una ventana a la sabiduría, a la pausa y a la vertiginosidad —sí, puede parecer antitético, pero fue una ebullición de contrastes— y al zambullido de todo aquel que se sabe pequeño en un momento histórico como fue el medievo. Porque ha sido una novela que me ha cuestionado como mujer, como persona y como profesional de la literatura. Porque desentraña lo que somos y lo que hemos heredado para dar cobertura a una cosmovisión que llega hasta nuestra rabiosa actualidad. Aunque parezca lejos aquel año de 1283


Bajo la sombra de una amenaza, la progresión temática da el pistoletazo de salida a la novela. Es el revulsivo literario que provoca que Alvar, el personaje principal de la historia, tenga que romper con su estabilidad —cardenal de la curia vaticana, bien asentado y con poder eclesiástico— y volver al lugar de la infancia por la llamada de Rafael, su antiguo maestro. El mismo en el que Dios y su único amor dieron sus primeros pasos. Su Gólgota personal. El punto de inflexión y cambio de vida. Son esos primeros pasos del monomito que Joseph Campbell definía en la estructuración del viaje del héroe. Los mismos que lo situarían en el escenario por excelencia de la trama: la abadía de Urbión.


El despliegue que hace Fernando para esta primera contextualización es la sucesión perfecta de instantáneas que graban en la retina del lector las sensaciones. Es la capacidad para describir con pinceladas cuidadas y medidas. Con el adjetivo apropiado y la metáfora precisa. Con la imagen cinematográfica —tal y como sucedía en La Cocinera de Castamar— que permite el padecimiento, la alegría o el mutismo a quien se asoma a sus letras. Es la sutileza hecha literatura y la potencia de la construcción sintáctica como pocas veces he visto.


“A medida que los soldados embridaban las monturas, la ventisca los envolvió como el rostro fantasmal de una novia desangelada”

Y con este prodigioso artefacto creativo se abre ante el lector el escenario encarnado del Doctor Jekyll y Mister Hyde. Ese que tiene dos caras. Ese que aloja dentro de sí la bestia, aunque la rectitud y la moral quieran dominarlo. Los muros, las paredes, el cenobio, la biblioteca, el locutorio, el comedor… las dependencias de la abadía empiezan a construirse en la mente del lector como la configuración laberíntica de un lugar de recogimiento y, a priori, santo. Es ese tablero de Cluedo donde todos son sospechosos bajo un salvoconducto divino. Y es donde Alvar aterriza sin previo aviso.


A partir de aquí la abadía cobra vida para ser uno más en la trama de la historia. Es la que acompaña la liturgia de las horas y la que es testigo de varias muertes en un lapso de tiempo muy corto. Es la que se sumerge en la rectitud y en la misericordia con el prójimo y la que atiende los fanatismos más extremos del ser humano. Es el testigo mudo de un amor imposible y el cómplice de la lucha de poder, el maltrato y la mentira.



La atmósfera no es sino esa neblina ceniza desprendida de los fanales, del olor a tinta y de los arcos abocinados que pretenden esconder la verdad. Esa misma verdad oculta en primera instancia a los ojos de los hombres. Porque la realidad no está sobre la tierra, sino bajo ella. En lo profundo. Donde la concentración de humedad, la oscuridad y la vulnerabilidad del ser humano se abren a su potencial. El diseño de los pasajes subterráneos y la encrucijada de pasillos, puertas falsas y nichos con la sabiduría en barbecho es una auténtica gozada para los amantes de la historia, la filosofía, la teología y el arte. Un auténtico dulce que nos regala Fernando para ir escalando cada uno de los escalones.


El legado de la filosofía clásica, de los padres de la Iglesia y su concepción teocéntrica son un auténtico choque de pensamientos. El dogma frente a la razón. La dicotomía hecha cosmovisión. La herencia muchas veces olvidada y que Alvar, en su relación con Mario, siempre proyecta. Es ese ejercicio de dialéctica socrática para ir ascendiendo. Es la escalera para ascender al mundo de las ideas de Platón o el estudio de la razón que tanto prodigó Aristóteles.


Todo este acervo filosófico queda supeditado a la doctrina de la Iglesia. La única, la verdadera. La misma que promulga y que defiende Alvar. Y la misma que lo pondrá en jaque para cuestionarse su seguimiento a Cristo.


Y de nuevo la ‘manzana de la discordia’ se esconde tras los legajos de una obra. De un pequeño libro que es la tentación encarnada para el ser humano. A lo largo de la obra Los diez escalones parece ser ese anillo único forjado para gobernarlos a todos. El que condiciona y atenta contra la integridad de la Iglesia y de todos sus feligreses. Sin embargo, a la luz de la razón de Alvar, es un espejo en el que mirar las penurias del hombre. Aquello que lo separa de Dios, de la verdadera doctrina, del Evangelio predicado en un único mandamiento de amor hacia Dios y hacia el prójimo.


Ante esta situación una letanía de prejuicios, confabulaciones, miedos, ostentaciones de poder y control llevados al extremo dan como resultado un fanatismo que corrompe el alma de los que no se erigen al escrutinio personal. El temor de Dios, ese leitmotiv que servía de muro de contención y regulación de masas, es el termómetro de una sociedad que no permitía salirse de la senda establecida. Y la comunidad de esta abadía no está más lejos de la realidad. Enarbolar la bandera del radicalismo no suponía problema alguno, pues era la concepción del mundo y la vida. Al contrario. Era el deber y el mandato para que el orden establecido no sufriera de modo alguno. Pero esta fortaleza se convierte en un castillo de naipes, tambaleante y dubitativo, con el miedo inyectado en los ojos y con el atisbo de cualquier descontrol.


Es aquí cuando la pregunta se convierte en un arma arrojadiza. Este fue, sin duda, uno de los aspectos más potentes que acompañaban en la búsqueda del libro. La interpelación. La ruptura de la cuarta pared escénica. Por supuesto que las preguntas que Alvar recibe y que debe escudriñar y desentrañar van dirigidas al personaje. Pero… ¿y al lector? A nosotros también se nos cuestiona nuestra práctica humana, nuestra vinculación con lo que nos rodea y con el arraigo a unas creencias y pensamientos. ¿Es acaso Los diez escalones un camino a la rectitud? No tengo la respuesta a esta pregunta, pero sí a esa reflexión personal, a ese examen ignaciano —salvando algunos siglos de diferencia— y a esa razón que choca con el amor profundo y profesado.


Otro de los aspectos fundamentales en la novela y que ha cautivado mucho mi atención tiene que ver con el tiempo de la obra. Con una diferenciación de tiempo interno y externo, fue en el primero de ellos en el que me detuve con mayor interés. Atemperar la vida con los sucesos, con el incremento de revoluciones que se suceden con el avance de las páginas y con la vorágine que termina imbuyendo al lector. La sucesión de acontecimientos y las imágenes de escenas capitales —necesarias para tomar un resuello, agobiarse y sentir y padecer con los personajes— van marcando unos tempos que se antojaban pausados al inicio pero que se revelaban trepidantes con cada nuevo escalón. Otro ascenso en la novela que parece haber escogido esta imagen como la alegoría de toda la obra. Porque Fernando ha cuidado mucho la influencia del tiempo en el lugar y en los personajes, en las tramas y las acciones y en la resolución de estas. De la misma manera que ha sabido dibujar obras descriptivas cual story telling, ha calibrado ese compañero temporal para que nos prodiguemos en distintas escenas como testigos de butaca de oro. El despliegue literario va impregnando cada una de las piezas de la novela y va potenciando su configuración como trama y como reflexión vital.


Pero no solo los escenarios y el tiempo son los aliados de una novela como Los diez escalones. Si hay una apuesta segura sobre el tapete literario esa es la encarnada por cada uno de los personajes que la componen.


La necesidad de fotografiar el medievo y sus estamentos. Todos ellos asumen su vertiente, sus luces y sus sombras y sus pecados inherentes. La condición humana a la que están sometidos por ser quiénes son.


Y en la baraja de este reparto las relaciones que se establecen entre ellos también determinan las sinergias para avanzar en la novela. Entre las primeras destacan los binomios de Rafael y Alvar y del propio Alvar con Mario. Una línea de sucesión concentrada en tres perfiles que, aunque diferentes entre ellos por la percepción del mundo, mantienen la esencia de la fe más pura. Aquella que intenta acercar al hombre a Dios y que se reconoce pecador. La misma que prodigaba “herejías” para todos los que no se salían de la norma férrea y, en realidad, no era sino el mensaje del Evangelio en estado puro. Esta dualidad entre los clérigos muestra una relación de afecto, respeto y admiración que se envuelve en ese amor que surge entre aquellos que quieren el bien para el otro, para el discente que debe abrirse paso al mundo y necesita configurarse como individuo crítico.


En el caso de Alvar y Mario es la complementariedad, la necesidad de encontrarse con el mundo. Alvar, por todo lo vivido y las afrentas que los años han ido marcando en su espíritu. Mario, por su candor, la virginidad ante la vida y la bondad personificada. A efectos sociales y eclesiásticos los separaba un mundo, pero Alvar sabe reconocer en ese joven de 23 años el fervor y el amor hacia Dios. La verdadera profesión de fe. Aparece una lealtad que los hace libres. Por el simple y mero hecho de que son auténticos. Dicha autenticidad es lo que va definiendo sus caracteres y su posicionamiento ante la injusticia, la mentira, la opresión y el fanatismo. Es lo que los mueve a salir de la zona de confort y a arriesgar todo lo que tenían con consecuencias insospechadas.


La coralidad de la propia comunidad eclesiástica, “un solo cuerpo” intramuros que ha tenido un bagaje fundamental y necesario para proyectar la actuación de Alvar y Mario. Por supuesto que conocíamos los nombres propios de muchos de ellos, así como sus funciones o tareas dentro de la abadía, pero se movían cual colectivo con una cabeza pensante que se difuminaba en las sombras de los pasillos, en las oraciones silenciosas o en las miradas furtivas después de una comida. Es, quizá, ese antagonista necesario para que la trama siga su curso.


Otro de los componentes indispensables de la novela es la figura de Sancho Osorio. El verdugo por antonomasia y el perfil repulsivo que necesita una sentencia y una justicia divina —que al final es muy humana y muy femenina, por cierto—. Osorio encarna desde el primer momento que se le percibe en la novela una dualidad propia de la época. El noble, pudiente, poderoso y temido que encarna todo lo que un caballero debía tener. Y de puertas hacia dentro el monstruo, el maltratador y el violador que no tiene quien el frene. Solo hay un motivo que parece atemperar su forma de ser: el miedo a la muerte y al infierno. Comprar el alma a base de negocios truculentos con la Iglesia. La codicia terrenal y espiritual en una sola vertiente humana.


Sus intervenciones, perfectamente descritas y con una dureza extrema, revuelven al lector que se sumerge en las páginas. Es la imagen vívida del mal y del abuso de poder: hacia los subordinados y hacia su esposa Isabel. Esta relación que se muestra desde el inicio con toda su crudeza no es sino el reflejo de una enfermedad deleznable, de la mezquindad más absoluta y de la bajeza del ser humano. Pero son tan nítidos estos momentos, tan fríos y crueles que el personaje adquiere su potencialidad también en estos estratos. Es aquel que debe ser odiado por todo lo que ha hecho en vida. Es un personaje muy bien definido porque sus intervenciones subversivas, sus tentáculos e influencias se prodigan como el cielo cubierto y atronador en una tormenta perfecta. Parece que nadie puede escapar de su poder. Y, en realidad, la configuración del mundo estaba diseñada así. Para que nada se ocultara de su decisión. Su arco argumental abarca desde una explosión gaseosa al comienzo donde nada ni nadie puede detenerle —abuso de poder, violaciones, maltrato, acuerdos con la Iglesia, fortunas…— pasando después pues por ese reajuste existencial y la sentencia final. Un punto y final que no podía venir de otras manos que las de Isabel. Era ella la única juez que podía sentenciar al verdugo. Era la mujer que había sufrido el sometimiento la que se alza sobre su sombra para dictar sentencia. Era ella la que debía cerrar un círculo vital que le había robado 20 años de existencia.


Y es por eso por lo que el personaje de Isabel merece un tratamiento aparte. Su concepción, su despliegue y su desarrollo en la obra es una intrahistoria dentro de la historia. Porque su vida es una vida de maltrato. Por parte de todos aquellos que la han rodeado y la han consumido como mujer. Isabel comienza casi en estado vegetativo, asumiendo la cruda realidad que le ha tocado vivir y con las plegarias diarias para encontrarse con el Altísimo y abandonar el sufrimiento que padece al lado de su marido. Esa es la tónica y los registros en los que se mueve. Su vida se había apagado dos décadas atrás cuando la determinación del padre y la soberbia, el poder y la codicia de Sancho se habían topado con ella, robándole lo único que había incendiado su corazón: Alvar. Con este pulso latente y unas sombras de lo que pudo haber sido, Fernando muestra una realidad de maltrato que se ha perpetuado a lo largo de los siglos porque las convenciones estaban sujetas a otros patrones.


Pero es a partir de su propia determinación, de su necesidad de romper las cadenas que la atan a una muerte en vida, lo que transforma su personaje. No hay un Deus ex machina que propicie esta evolución. Sale de sus propias entrañas; las entrañas de una mujer que busca reafirmarse como ser humano con potencial para cambiar las cosas y desasirse de los grilletes morales que la atan. Este proceso, que es uno de los más soberbios de la novela y que Fernando ha atemperado a la perfección, permite descubrir a una Isabel que lucha contra los fantasmas del pasado y la mentira anclada en su interior. La revelación de lo que en realidad fue y se le ocultó es también otro aderezo para su transformación, pero no es lo determinante. Es su concepción personal, su valía, su dignidad y su posicionamiento. Una mujer en una sociedad diseñada para hombres.


Se autodefine a ella misma, a pesar de haber deambulado por los infiernos de la tierra. Incluso cuando el lector percibe que su vida se está apagando y que no podrá luchar con los sinos establecidos, resurge de su propio averno. Definir a Isabel como un personaje complejo es mostrar parte de lo que se despliega en sus hojas porque es mucho más. Trasciende el prototipo literario para ser la voz de miles de mujeres que a lo largo de la historia se han visto sometidas y amordazadas por otras convenciones, por otras limitaciones y por otras circunstancias. Es el referente, la pica en Flandes para poner fin a una situación como la que ella experimenta y sufre. Enarbola de esta manera una lucha personal, humana y espiritual con todo lo que la rodea. Y salta de la historia, de sus capítulos, para convertirse en un elemento atemporal.


De ahí la importancia y la trascendencia del personaje de Isabel en Los diez escalones. Por supuesto que existe una historia de amor interrumpida que debe retomarse, desempolvar viejas cartas nunca recibidas y mirar con ojos de bondad a quien siempre la amó con tanta pasión. Todo ese proceso también lo experimenta ella, pero la revolución parte de sí misma. Y ahí reside su grandeza.


Uno de los personajes que consigue ver esa transformación y se enamora nuevamente de ella es el propio Alvar. El hombre medido por la razón, por la reflexión, por el discurso socrático y la duda siempre en la boca. La contempla con los ojos del adolescente que descubrió el amor a su lado; con los ojos del hombre que sigue sintiendo por ella y con los ojos de quien se sabe bien posicionado en una jerarquía como la de la Iglesia. Y la venera.


Esa es la grandeza de la novela de Fernando. Nuevamente nos cuestiona a los lectores, nos hace discernir qué prejuicios, qué tópicos literarios y vitales surcan sus páginas y cuáles de ellos siguen vigentes en pleno siglo XXI. Vuelve a situar al ser humano en la encrucijada de lo que somos. De la herencia tomada de los clásicos, de la religiosidad perpetua y de los convencionalismos, los prejuicios, las creencias y los pensamientos. Vuelve a desestabilizar para reubicar el punto de mira.


Todo ello se dibuja en la novela de Los diez escalones. El juego de mesa, el Who did it?, el misterio del asesino… pasan a un segundo plano cuando emergen de las profundidades temas telúricos que, como si de pequeños astros orbitando sin cesar se trataran, se ubican de forma impertérrita en el sujeto, esto es, en el ser humano. Es la convicción plena de que nuestro peregrinaje por este mundo siempre va a tener aderezos capaces de traspasar años y siglos. Y que muchos de estos asuntos capitales en el desarrollo pleno de la persona siguen sacudiéndonos e interrogándonos. Porque siempre vuelven.


Nuevamente, Fernando ha creado una obra de primera fila. De esas con las que hay que relamerse los bigotes e ir más allá. Es aceptar el guante de profundizar en las palabras y en la construcción que él mismo hace. Porque nos sumerge en campos semánticos y aderezos adjetivales que vuelven a ser fotogramas cinematográficos maravillosos. Porque existe un dominio y una templanza de obras, nombres propios y escuelas, corrientes y concepciones filosóficas y teológicas de primer orden. Y porque, de nuevo, la literatura no solo es un mero entretenimiento sino una enseñanza para la vida. Y esto, Fernando, lo hace de maravilla.


Por eso vuelvo a insistir, nunca me fui de Castamar y ahora no me marcharé muy lejos el cenobio. No para inmiscuirme en él, sino para aprender y ser testigo de lo que la historia nos sigue legando, del crecimiento personal del ser humano y de la necesidad de amar en todas sus vertientes. Porque, al fin y al cabo, ¿qué son para ti Los diez escalones?

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