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Reseña #2: La cocinera de Castamar o el arte de lo sublime.


Hace apenas unos días que finalicé la lectura de La cocinera de Castamar, la obra de Fernando J. Múñez que vio la luz a comienzos de este año. Y he de reconocer que debía reposarla. Debía reposarla después de una lectura frenética; de esas que siguen desvelando las madrugadas o robando el tiempo a otros menesteres más terrenales.


Siempre que termino una lectura me confirmo en el hecho de que hay novelas que han sido concebidas para vender; otras para entretener; algunas más para cubrir expediente y luego están aquellas que son sublimes. Un selecto grupo de obras que son auténticas joyas literarias por su construcción, sus personajes, su trama y el despliegue que acompaña a quien se adentra desde la primera página. Y, cómo no, por su escritura. Quizá esto último sea lo principal. Hoy día existen muchos géneros, variedades y obras que captan y atraen a lectores de múltiples gustos. Pero es quizá la forma de nacer y de ir creciendo paulatinamente lo que confiere a esta obra una potencialidad y una calidad como hacía tiempo que no encontraba.

Es también una novela que denomino "de sentidos". Y dentro de este grupo incluyo obras como El perfume: historia de un asesino de Süskind Patrick o Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Principalmente porque considero un logro y un acto de valentía literaria acompañar al lector/a en un camino nuevo e incipiente a través de otros sentidos. Y La cocinera de Castamar es una exquisitez en este sentido. El modo en que se nos invita a adentrarnos en el ducado de Castamar es un auténtico privilegio. Fernando J. Múñez consigue, a través de una maestría literaria, que nos imbuyamos en los sabores, colores y olores de las cocinas de una casa señorial a comienzos del siglo XVIII. La delicadeza para describir la vida día a día y del resurgir de las clases trabajadoras que buscan lo mejor para su señor. El prestigio y "el postureo" posterior a la guerra de Sucesión en la Corte española. La comida se convierte en el bajo continuo necesario para montar una trama que es acompañada por personajes de un peso, profundidad y emociones sobresalientes.

Y es precisamente el aspecto culinario, la gastronomía más elitista del momento, la que potencia y realza la figura de su personaje principal: Clara Belmonte. Es sencillamente majestuoso el proceso de crecimiento personal, social y relacional que experimenta Clara a lo largo de la obra. A pesar de ser una mujer educada no para ser una criada sino una señorita, ella sabe perfectamente cuál es su punto de partida, el origen de su llegada a Castamar. Pero su despliegue emocional, profesional y casi me atrevería a decir, artístico, resurge entre los fogones; el esmero de una cocción, el guiso que debe burbujear durante horas para que esté sabroso o el dulce que deja un regusto en la boca para finalizar una copiosa comida. Es lo que deslumbra a quienes la rodean. Y es lo que llama la atención de sus comensales más selectos.



Durante la lectura me he enfrascado en los mejores campos semánticos que podría imaginarme del mundo culinario y debo confesar que en ocasiones he tirado de diccionario para conocer mejor alguno de los platos o ingredientes. Se nota, de esta manera, una cuidada investigación previa para construir una obra de este calibre.

Bien es cierto que la contextualización de la misma nos sitúa en la España de comienzos del siglo XVIII y con la guerra de Sucesión como telón de fondo para justificar los caracteres de algunos de los personajes de la misma. Un momento delicado en la historia de España y que puso sobre la mesa los intereses y las defensas de los pueblos ante dos personajes ilustres de nuestro pasado: Felipe V o el archiduque Carlos de Austria. Un enfrentamiento que no es el principal en la novela, pero que sí permite desencadenar tramas y subhistorias para conocer de primera mano las relaciones interpersonales de un contexto tan complejo como era la Corte.

Pero todos estos condimentos históricos son necesarios para dar veracidad y credibilidad a la obra. Y esta se consigue plenamente. Son diferentes las áreas en las que se nota un esmerado trabajo de investigación y son de agradecer para el lector ya que nos pone sobre la mesa un mapa muy claro, concreto y preciso para recrear y dar rienda suelta a nuestra imaginación.

Uno de los primeros puntos son las relaciones sociales y la intrahistoria que existía entre los señores y los criados. Ciertamente venían a mi cabeza vagos recuerdos de Arriba y Abajo o Downton Abbey en cuanto al tratamiento de estas relaciones y cómo dos mundos completamente opuestos se necesitan: unos para la supervivencia social y otros para la vital. Agradezco enormemente abrir las puertas a todos los oficios y desempeños necesarios para que una casa señorial funcionara como debía en aquella época. Y volver a demostrar una maestría literaria para dar vida a los engranajes sociales que han ido fraguando las distintas historias que subyacen a la trama principal.

Algunos aspectos como la lucha de poder, el prestigio social, las apariencias o el decoro son puntos básicos para dar vida y generar revulsivos que hacen avanzar la historia. Las limitaciones de la época y los rechazos hacia minorías o concepciones que en aquel momento, simplemente, no entraban en la cabeza de las poblaciones más elitistas. Todo ello conjuga un artefacto que desde su lectura en pleno siglo XXI cuestiona mucho la cosmovisión que antaño se tenía. Son heridas que pueden escocer en el lector/a amigo y quien ya ha empatizado con los personajes y sufre con ellos. El encorsetamiento social salta de las páginas para generar emociones y sentimientos encontrados en quien se sumerge en la novela.

El segundo punto en el que se pone de manifiesto la cuidada elaboración, documentación e investigación es el ya mencionado mundo de la gastronomía. Ya encabezaba esta reseña con lo deliciosa que ha sido su lectura, el aprendizaje que ha conllevado y cómo la pasión de una mujer por la cocina pudo derribar lo que parecía infranqueable en aquella época: las clases sociales. Es un gusto adentrarse de la manera en la que se nos presentan los momentos, los tempos, el protocolo y etiqueta de la época. Cómo a través de los cuidados platos y recetas empieza a surgir una relación totalmente ilícita y condenada. Lo clandestino y lo secreto permiten que esas mariposas incipientes en una relación cobren vida. Esos nervios que premonizan lo que el lector/a quiere leer y el personaje quiere sentir. Es, ciertamente, un acompañamiento hacia la omnisciencia más plena de cada uno de los caracteres que dan vida al Madrid del siglo XVIII.

Y el último punto en el que se estima una cuidada elaboración y trabajo previo es la concepción arquitectónica de la obra, sus transiciones y su visión 360º muy del estilo cinematográfico. No siempre es fácil que la mente del lector/a pueda configurar los espacios, la descripción fidedigna de los personajes o la evolución de la trama y las subtramas en la historia, pero en el caso de La cocinera de Castamar esto se consigue sobradamente. El autor confiere a las escenas y los diálogos el tiempo necesario para que el artificio surja en la mente de quien lo está leyendo y pueda anticipar, como si de capítulos de serie se tratase, lo que está por venir. Las historias se entrelazan en un constructo muy visual que te abocan a lo que estás pensando y descubriendo a medida que sumas líneas de lectura. Es imposible no creerse estar en mitad de un baile en la Corte, escuchar una bella melodía o soportar vestidos encorsetados. También resulta imposible no sentir repulsa en los momentos en que determinados personajes utilizan los detonantes artificiados por el autor para seguir cimentando la historia o compartir una sonrisa dibujada en el rostro cuando por fin una historia culmina como el lector/a deseaba.

Es, quizá, este estilo de construcción literaria lo que más me ha cautivado y motivado a seguir leyendo. La construcción de una misma escena desde la perspectiva de los distintos personajes, las interpretaciones o conjeturas de cada uno de ellos convierten al lector/a en el guardián de todo lo que bulle en la historia. Es cómplice de todo lo que van viviendo y sufre, se emociona y aprieta los dientes en contadas ocasiones. Es capaz de emocionarnos y esto, hoy día, es de lo más valioso que la literatura puede regalarnos. Es por ello que la grandeza de esta obra reside en su concepción y andamiaje.

Y por supuesto, otro de los ingredientes que catapultan a la novela hacia lo más alto son sus personajes. Es evidente que Clara y Diego son los personajes principales y de los que esperamos todo y más, pero el resto de personajes que completan el elenco (y permítanme emplear términos del mundo cinematográfico, pero así lo he sentido) son verdaderos artífices de un desarrollo trepidante y arrebatado. Reservándome al duque y la cocinera para el final, un personaje que da vida y propone unos cánones literarios muy marcados y definidos es, sin lugar a duda, don Enrique Arcona. Es el concepto de antagonista puro y malvado que es quien engrasa la maquinaria para que rueden los conflictos y las dificultades. Es un personaje exquisitamente elaborado que muestra la vinculación con los bajos fondos y con los matarifes más cruentos para conseguir sus objetivos al tiempo que es capaz de encandilar a las damas más selectas de la Corte. Es por ello, una de las piezas clave para que la obra funcione. Y también es clave para ser odiado por el lector/a a medida que avanza la novela. La animadversión que genera, la repulsa y la maldad y lucha interna que tiene consigo mismo lo dotan de una potencialidad extraordinaria.

Por supuesto que dentro de los personajes de Corte están Alfredo y Francisco, dos leales amigos de don Diego que sufren los devaneos y las consecuencias de los secretos y las diferencias en esta época. Lo más sobresaliente de estos caracteres es que comienzan como personajes secundarios con poca relevancia y a medida que la trama se complica van adquiriendo un protagonismo muy importante. Hasta el punto de poder llegar a crear casi un spin off de uno de ellos (no me adentro a dar nombres propios para no hacer spoilers). Son el claro ejemplo de prototipos literarios leales al protagonista y que abogan por los intereses de sus amigos porque para ellos, los valores, la reputación y el decoro son lo primero.

Gabriel, hermano de Diego, es otra joya de la novela. En primer lugar porque el personaje, que representa la anomalía máxima en las primeras décadas del siglo XVIII, es negro. La historia de la llegada del hermano pequeño a Castamar es un soplo de aire revolucionario en aquellos tiempos y ponen en antecedentes al lector/a de la apertura de mente de don Abel de Castamar, padre de Diego y Gabriel. La repulsa de la Corte y lo que, por aquel entonces, consideraban antinatural, acompaña el sufrimiento de este personaje. Desde el comienzo de la novela su vida parece estar determinada y, en cierta medida así es, al descubrir que sus cánones no encajan con los de la Corte del nuevo Borbón. Es un personaje que fluctúa con picos muy altos de poder al comienzo de la novela (no deja de ser un Grande de España) con momentos de auténtica desolación y perdición de la dignidad humana. Como ya se expresa en la propia novela, Gabriel necesita salir de la jaula de oro que es Castamar. Ese oasis en el que el color de piel no condiciona una clase social es, precisamente, un espejismo que el propio personaje asume y rompe. Incluso sus propios sentimientos están supeditados a su condición y esto vuelve a demostrar los artificios y constricciones a las que estaban sometidos determinados colectivos en el siglo XVIII.

Mercedes, madre de Diego y Gabriel, sería uno de los últimos personajes de alta condición social que detona algunos puntos de la obra. Es ese perfil que denomino "bisagra" porque es la que permite que algunos hechos puedan producirse y desencadenarse de una manera u otra. Comenzando la novela como amiga íntima de don Enrique y viviendo en una ceguera importante, el salto de calidad del personaje y el giro de 180º que da en la novela es lo que posibilita que las últimas páginas del libro se puedan desencadenar de una manera más conciliadora. Es una mujer que, a pesar de ser consciente del protocolo, el estatus y el peso del apellido Castamar va evolucionando en la definición clara de personaje redondo para apoyar a sus hijos y buscar la felicidad para ellos. Uno de esos personajes que al principio acoges con recelo pero al que terminas queriendo al final de la obra.

Pero, sin lugar a dudas, dos de los personajes que más cautivan y que experimentan más cambios son doña Úrsula, ama de llaves y don Melquíades, mayordomo. Son un binomio que sustenta la realidad de la clase trabajadora de la casa nobiliaria. Sin ellos la conexión con los señores no existiría. Su servicio, su diligencia y profesionalidad para que Castamar esté entre lo más notorio de las casas señoriales de antaño es un esfuerzo que se traduce en una lucha de poder, especialmente para Úrsula.

Es este personaje uno de los que más cambios experimenta y que mejor acompasa el concepto omnisciente. Y digo esto porque comienza siendo la mujer de hierro, aquella que no tiene sentimientos y que trata a los trabajadores de una manera casi dictatorial donde el miedo es el principal protagonista. Esto, al menos en mi concepción personal, alejaba al lector/a de su personaje. La lucha encarnizada con don Melquíades y el control que ella tiene sobre él parecen cegarla de todo lo que tiene a su alrededor. La muerte de Alba, la mujer de don Diego, es también otra herida no sanada en su fuero interno y que pone más capas a su interior.

Sin embargo, cuando el lector/a amigo se adentra en su historia y su vida y cómo ha sufrido a causa de los maltratos podemos empezar a justificar su comportamiento y actitud. En el fondo, el personaje de Úrsula es el resultado de lo que ha vivido y ha padecido. Es la resolución de lo que no quiere volver a vivir. Y eso es lo que potencia su mayor "armadura moral y emocional". Su animadversión hacia Clara y los intentos frustrados para dar con su talón de Aquiles y poder echarla de Castamar tienen un punto de inflexión en uno de los momentos cumbres de la novela.

Es en esos instantes en los que se descubre a una mujer que ha decidido dejar de amar porque en tiempos pasados el amor le produjo mucho daño. Se ha cerrado a poder vivir y experimentar cualquier sentimiento de cariño, admiración, deseo o pasión por cualquier otro hombre. Quizá uno de los momentos más dulces es cuando ella, derribando telones de acero, decide volver a ser amada. A jugar con miradas esquivas que le producen un hormigueo ya casi olvidado, encuentros fortuitos y clandestinos adolescentes o sentirse deseada de nuevo. Es el fiel reflejo de una mujer fuerte, con un temperamento construido a base de decepciones y miedos que no alberga la posibilidad de cambiar. Pero, ¡bendita lectura que ha creado un contexto tan bello para doña Úrsula!.

Lo mismo sucede con don Melquíades. Un hombre que, a priori, es la lealtad hecha persona hacia su señor pero que lleva consigo una losa considerable. El mayordomo refleja ese personaje apocado al principio de la novela que, bajo la turbación y secretos que guarda, parece tener un destino muy definido. Después, sin embargo, se alza ante los lectores otro completamente distinto al soltarse de las ataduras que le habían acompañado durante tanto tiempo y puede, de nuevo, iniciar una andadura para ser feliz.

Son, sin duda, una pareja fundamental para que las pequeñas historias entre los fogones y caballerizas puedan resurgir, ver cómo la vida de los criados excede el servicio a los señores y cómo el amor también se abre camino en cada una de sus facetas y estadíos.

Y, por supuesto, Clara y Diego. Me recordaba a la versión de La Cenicienta. ¡Pero qué delicioso ha sido descubrirlos y acompañarlos!. Son dos personajes de mundos distintos que no tendrían que coincidir nunca, pero el nexo, la unión que los descubre en sus primeros pasos vuelve a ser la gastronomía.

Diego es ese personaje que, aludiendo de nuevo a la tradición cuentística, es la Bestia de las versiones de Beaumont o Villeneuve. Un hombre desolado por la muerte de su mujer y en el mayor confinamiento. No quiere fiestas, ni grandes galas, ni tampoco mujeres con las que poder desposarse en segundas nupcias. El recuerdo de Alba sigue siendo tan fuerte que su hastío parece no poderlo curar nadie. Diego también representa los valores propios del prototipo que representa y los lleva a gala de una manera fabulosa. El decoro, la corrección y el protocolo son premisas que lo acompañan durante el inicio de la novela.

Sin embargo, cuando comienza a saborear nuevos platos, a degustar y traer a la mente sabores ya olvidados y otras exquisiteces por descubrir algo cambia. Su vida comienza a tambalearse cuando descubre a "su cocinera". A partir de aquí cualquier constructo social no es impedimento para que su vuelta a la vida, al florecimiento de nuevos sentimientos y a la felicidad plena cobren protagonismo.

Y, por supuesto, Clara Belmonte. Es EL PERSONAJE. Es LA MUJER. Y es de agradecer contar con caracteres de esta talla en la literatura contemporánea. Su confección y diseño exceden los cánones de la escritura para dotarla de una humanidad de cotas muy elevadas. Su arco emocional es el conocido como El renacido. La estructura de dicho arco en Clara tiene tres puntos culminantes. De comenzar la novela recordando un pasado de bonanza y añoranza, pasando por una situación de decadencia hasta que llega a Castamar y una nueva subida con todos los devenires posteriores.

Pero quizá sea su psicología, su forma de concebir el mundo y las realidades sociales, su capacidad para querer y acoger a los más desfavorecidos (como Rosalía) y su determinación y visión feminista adelantada a su tiempo lo que hacen de Clara Belmonte un personaje con identidad plena. A ello se suma su capacidad para superar las dificultades y su propia enfermedad, recuperar la dignidad como mujer en un momento de degradación y escarnio público y poder desear y amar a un hombre que no está a su alcance.

Todo este cúmulo de circunstancias, unido a su profesionalidad y maestría en el mundo culinario es lo que enamora a Diego. Y será a partir de entonces cuando Clara inicie un despliegue de mujer apasionada que oscila entre el decoro y el escándalo y lo que su corazón siente. Esa muchacha apocada y discreta da paso a una mujer por la que un duque es capaz de romper todas las reglas sociales.

Sin duda es una delicia acompañar a Clara en su proceso de crecimiento profesional y en su enamoramiento. El lector/a parece estar junto a ella en los fogones, junto a Rosalía mirándola con ojos tiernos o en el fragor de una tormenta sintiendo y padeciendo con ella. Pero también está en el susurro de un sentimiento inconfesable a escasos centímetros del duque, en la mirada cómplice con don Melquíades o con el paso delicado de sus yemas sobre una correspondencia clandestina.

Es una mujer poderosa en su identidad y dignidad, en sus convicciones y en sus actos. Coherente, adelantada y certera. Justa y sencilla. Se podrían recopilar todas las virtudes posibles. Y seguramente habrá quienes digan que tanto cúmulo de positivismo no es posible, pero esta novela la merece. Merece una muchacha como ella que, a priori, parece condenada en un determinismo literario claro pero que gracias a su talento y habilidades puede cambiar el rumbo de las circunstancias.

Es ella una guinda del pastel a todos estos personajes –más aquellos que hemos dejado en el tintero– que son pilar fundamental del éxito de esta novela.

Un trabajo depurado, elegante y propio que vuela y recorre distintos registros para contextualizarnos y dar lugar a una novela coral donde todos los personajes son importantes y cumplen con su cometido.

Sin duda, La cocinera de Castamar es –como ya decía al inicio de la reseña– una de esas novelas que están a otro nivel literario. No por la trama en sí (que también), sino por todo el trabajo artesanal y literario que esconde y se condensa en más de setecientas páginas. El artificio, la creatividad y la habilidad para escribir y contar historias.

Apostillo en el final de esta reseña el regusto que me dejó la nota final del autor y el deseo de su madre para crear una novela como esta. Son de esas veces en las que se percibe cómo un hijo puede devolver algo de lo que sus padres le han legado en su vida. Y me pareció, sin duda, un regalo que podrá perdurar en el tiempo. Y eso, para una madre, es algo incalculable.

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