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#Reseña: Un destino propio · María Montesinos

“La educación de la mujer no puede llamarse tal educación, sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad y la sumisión”.

Emilia Pardo Bazán.

Con esta cita de una de las grandes autoras del siglo XIX me atrevo a comentar la última novela que ha caído en mis manos. Un destino propio de María Montesinos. Y la he seleccionado porque muestra perfectamente un bajo continuo, un hilo musical tenue pero perenne de la situación que vivía la mujer en la segunda mitad del siglo XIX.

Y es que, acercarse a esta obra de María es respirar la naturaleza de nuestra cordillera cantábrica, saborear el salitre y las puestas de sol de un mundo que se abría tímidamente –y con un gran retraso frente a los demás países europeos– por el desarrollo y el progreso. 

La España del metal y el carbón. El declive de un imperio que sucumbiría con la crisis finisecular de 1898 y las pequeñas bocanadas de reductos elitistas y clases sociales pudientes en la vertiginosidad de un mundo que iba más rápido de lo que muchas mentes humanas podían determinar. Los movimientos revulsivos e intentos de avance frente al periodo de la Restauración. La dicotomía de una cosmovisión que se peleaba entre el componente agrario y la industrialización.

Todo este compendio sitúa a la protagonista de la novela, Micaela Moreau, una rara avis del momento, en la localidad cántabra de Comillas. Un núcleo exclusivo de los ya mencionados últimos latigazos de clasismo decimonónico.


Micalea, formada en la asociación para la enseñanza de la mujer y con una vocación plena y firme por la educación, descubre al llegar allí las sinergias, movimientos y actos de una obra teatral basada en la riqueza, los apellidos, la influencia y los mayorazgos. Los bailes de temporada y el aparentar. Un mundo que choca con sus propias creencias, sus visiones y su proyecto vital. Para ella, la libertad se basa en la educación. Y no una educación ceñida a saber leer y escribir para subsistir en los núcleos más humildes o a bordar y hablar francés en las clases más elevadas. La educación debe trascender cualquier condición para poner a la persona en el centro de un crecimiento íntegro y holístico. Más si cabe si se trata de una mujer. Sus sueños e ilusiones chocan de bruces con la realidad social de un núcleo pequeño en el que todos se conocen y las influencias, comentarios y dimes y diretes están a la orden del día.

El elenco de personajes que acompañan a la protagonista de la novela abre un abanico de posibilidades que radiografían perfectamente el sutil equilibrio de conveniencias y acuerdos. Todo está perfectamente organizado y desarrollado para que la mujer actúe como moneda de cambio, como ese trueque que garantice la pervivencia y la convivencia de apellidos de renombre o permita rubricar contratos de alta gama.

Esto en cuanto a las clases más pudientes y loables. Pero la realidad social de los bajos fondos, más concretamente del género femenino, subyace a un desequilibrio absoluto controlado por los señores y los mayorazgos. El abuso de poder, la coacción, las represalias o la poca trascendencia de las personas más humildes agravan, más si cabe, las situaciones de desigualdad. Todo esto lo encarna perfectamente José Trasierra. Aglutina en su haber las características de ese personaje que repulsa al lector/a. Quienes nos imbuimos en sus páginas buscamos como el comer esa justicia poética que dicte sentencia para perfiles tan repulsivos como este. A pesar de ello, ha sido una maravilla poder apreciar esa ostentación de poder, la altivez y el firme convencimiento de estar preservado de cualquier problema. Menos mal que dicha justicia actuó de facto y pudimos respirar algo más tranquilos.



Este decorado o atrezzo es el que descubre Micaela. Y aquí es donde el despliegue de la novela va adquiriendo esos tintes más profundos. El viaje que nos encontramos en esta obra es la difícil aceptación de un mundo que no congenia para nada con las creencias, ideas o pensamientos de una persona. Y esto, extrapolado a la realidad cotidiana, supone un hito muy difícil de superar. Es bajar a lo más hondo de la persona, a su yo interno más íntimo para desentrañar lo que son sus cimientos como persona y como individuo en un colectivo que muestra unas normas de juego muy claras. Que un personaje que no comulga con dichas directrices asuma su rol en este entremés resulta, cuanto menos, titánico.

Micaela, con toda su cosmovisión, ayuda a hacerse valer a otros personajes femeninos a la búsqueda de su sitio. De vivir coherentemente con sus ideales, con lo que les dicta el corazón y no el apellido. Pero todo esto que vemos como algo lógico era una batalla épica para el momento. En este sentido, la historia de Amalia me conmovió por la ternura y el sincero afecto y amor que sentía por Macías. La nueva vida de Candela y su visión de la mujer y el mundo.

Todas ellas, mujeres jóvenes, de una nueva generación que ve el mundo con otros ojos y que debe clamar para que las cosas cambien.

Y en toda esta partida entra en juego la otra pieza fundamental de la obra: Héctor Balboa. El indiano. Un personaje casi romántico por ese halo de misterio que ha traído de las Antillas. Ese perfil tan propio de la primera mitad del XIX que está al margen de la ley y cuyo único Dios es la libertad y su única patria, la mar (como diría Espronceda). Es un personaje definido por un pasado que debe resarcirse y cuya historia todavía no se ha completado. Se ha forjado a sí mismo tras años de penuria y descrédito. De haberse visto vilipendiado por los poderosos a convertirse en un hombre de negocios. Es la definición clásica del personaje que se hace a sí mismo y es capaz de saltar algunas barreras, a priori, insalvables como codearse con la realeza y los mayores títulos nobiliarios a pesar de contar con un origen humilde.

Balboa, que solo puede pensar en rubricar contratos y compromisos matrimoniales que le favorezcan en alguno de estos proyectos, se encuentra con Micaela. La independencia de ella y su clara determinación de permanecer soltera (todo un despropósito para aquel entonces) y la obsesión del indiano para terminar con alguna joven de la zona para cerrar propuestas parecen situarlos en las antípodas. Con más insistencia, además, cuando sus primeros encuentros no son del todo positivos.

Pero si hay algo que atrae a estas dos almas es, precisamente, su configuración humana. Sus caminos y recorridos han sido distintitos pero de nuevo la cosmovisión que comparten es el nexo de unión de un tira y afloja que ha estado perfectamente cimentado. He agradecido muchísimo ese narrador en tercera persona que, amablemente, nos ha invitado a descubrir el enamoramiento de estos dos personajes. Ir sintiendo esas cosquillas en el estómago con su proceso evolutivo y su arco argumental y disfrutar a medida que avanzaba la historia.


Por supuesto que sus caminos se ven alterados de nuevo por ese status quo del momento. Pero son dos caracteres tan fuertes y explosivos con la norma que se buscan, se atraen y se necesitan. Se despiertan recíprocamente sentimientos y pasiones que con otros caballeros o damas no se pueden llegar ni a suponer. Es el mundo compartido, la visión de lo que se puede cambiar, la determinación y el emprendimiento, la autonomía y la aceptación tal cual es sin supeditarse a comentarios ajenos. Esto es lo que confiere a la relación de Micaela y Héctor ese hálito especial que rompe con todo ese sainete social.


Toda la masa argumental y reflexiva es la que potencia su historia. A ello se suma la exquisitez por un léxico cuidado que imbuye al lector en los salones, la moda o las actitudes de la época. Un escuadrón de adjetivos calificativos que engalanan a los múltiples términos que María nos regala a los lectores.

Las descripciones cuidadas y el equilibrio entre la narración y los diálogos. Soy de las que piensa que la construcción de buenos diálogos potencia la agilidad de una novela y ayuda al lector/a a empatizar mejor con los personajes. Puedo afirmar que he disfrutado con la fuerza y la determinación de Micaela, me he sentido poderosa con el porte de Balboa y he vuelto a una juventud nueva con Amalia y Macías. He crecido de alguna manera con Candela y he recelado con la tía Angélica. La voz coral de los personajes introduce a la perfección en ese ya mencionado atrezzo. Y todo ello es de agradecer.

De la misma manera, la novela ofrece pinceladas de la realidad histórica. Villa Quijano, más conocido como el Capricho de Gaudí o el desarrollo y explotación minera y marítima de las zonas del País Vasco permiten anclar la trama de manera correcta y concreta. Una época fascinante que no siempre he descubierto en las novelas que han caído en mis manos.


Acariciar esta novela es transportarse a nuestra historia (con sus cosas buenas y malas, como con todo) y poder ver el despliegue y potencial que tiene una época tan espléndida como fue nuestro siglo XIX. Quizás, una de nuestras centurias más convulsas en cuanto a actividad política y social se refiere. Con ello me he desenganchado de otras obras que incluimos bajo el género de regencia y que nos sitúan en las campiñas inglesas para darle protagonismo a nuestra historia. Gracias por ese tributo y esta oportunidad dentro de la literatura histórica y romántica.

Por último, no puedo cerrar este análisis sin incluir esos nombres como Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán que llevaron a cabo su especial cruzada por la igualdad de la mujer en un ámbito netamente masculino. El miedo o la indecisión de que la pluma femenina pudiera dejar en evidencia a otros muchos “intelectuales” era desestabilizar los cimientos de estructuras hasta entonces inamovibles. Ese brío que mostraron mujeres de su talla se operativizan y concretan en personajes como Micaela. Es la lucha de la mujer por el cambio, la educación y la igualdad de oportunidades, de amar con el corazón y no con el lacre que guarda contratos, transacciones o compromisos.



Es esa bellísima metáfora que María nos regala al final de su libro. Son las nuevas mariposas que surgen después de mucho tiempo escondidas. Es ese “abrir las ventanas del aula” para que vuelen en libertad. Es, precisamente, la capacidad de elegir un destino propio.

Un lujo y un viaje maravilloso que, como siempre, vuelve a demostrar que una sola vida no vale y el mejor billete es el que nos brinda la literatura. Y que así sea.

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