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¡Pobre Fortunata!

Francisco era un hombre de avanzada edad cuando lo conocí. Podría haber sido perfectamente mi abuelo. Sus pantalones grises de pinza y esas camisas de cuello suelto bajo un jersey azul marino me retrotraían a mi tierna infancia cuando elevaba la mirada para coger la mano de mi abuelo.

Sus arruguillas en la comisura de los ojos bajo aquellas diminutas gafas eran los testigos de una vida dedicada a la literatura, la investigación y la docencia. Porque siempre sonreía. Y siempre lo hacía con cariño.


Verlo deambular por los pasillos de la facultad era observar a un amante furtivo de Fortunata, Marianela o Pepita Jiménez. Era la literatura hecha vida.


Su cuerpo, algo encorvado cuando pasaba el umbral de la clase, siempre venía acompañado de una pila de libros antiguos y desgastados. De esos mismos que abría con una delicadeza exquisita y que miraba con asombro, como si fuera la primera vez que se imbuía en ellos. Garabatos, líneas subrayadas, marca páginas romos por las esquinas y luz. Mucha luz. La misma que irradiaba cuando daba con aquella frase que sería el hilo conductor de la clase o cuando invitaba con un leve gesto de su mano a que uno de nosotros compartiéramos lo que habíamos comprendido de la lectura de aquel día.


Francisco era un utópico realista. Soñador y clarividente. También era viajero. Y nos invitó a pasear por el Madrid del último tercio del XIX. Nos imbuyó en la sociedad aburguesada y de clases bajas. A la dicotomía social bajo un escenario histórico que tenía otros derroteros. Nos acompañó a los bajos fondos, donde el huevo era, al mismo tiempo, el germen de la vida y el entretenimiento universitario. Y nos asomó a las estrellas. Porque ahí, precisamente, era donde nos decía que no podrían encerrar nuestros pensamientos.


Fue de aquellos profesores que nos sacó a la calle para ver la literatura. Donde los personajes se dibujaban y donde el lector/a se recreaba. Y donde los pensamientos cobraban vida, aunque fuera comiendo un simple dátil. Mirar más allá, leer entre líneas y extraer la esencia. Ese era su plan lectivo.


Todo cobraba sentido en un universo en el que él se ponía al servicio del discente. Era tal su conocimiento y sabiduría que regalarse unos minutos con él en la cafetería era una clase magistral.


También nos enseñó el amor. Un amor puro del que no existe sino el letargo duermevela de la realidad y la ficción. ¡Y qué sentimiento hacia aquellos personajes!. Los había hecho suyos. Los había acogido bajo la premisa de que la literatura es vida. Por eso siempre recordaré el instante en que la palabra saltó del papel. Y el paraje no pudo ser más castizo. Su mirada se perdía por los tejados de una Plaza Mayor abarrotada que transitaba con la vertiginosidad de la capital. Frenó en seco al grupo que lo acompañábamos esa tarde. Su mano se dirigió a una de las buhardillas que sobresalían del tejado de pizarra. Pequeños vanos cerrados en lo más alto de la plaza. No nos tuvo que decir más para descubrir que ahí mismo, en cada una de las estancias, vivían los personajes. Y volvió a sonreír.


Meneó la cabeza un par de veces y embocó su nuevo camino con los brazos a la espalda. La que tanto había vivido y que se encorvaba inconscientemente. Solo dejó escapar un “¡Pobre Fortunata!” que se convirtió, a la postre, en una lección de vida y literatura.

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